sábado, 3 de septiembre de 2016

Presentación de El rey Candaules de Théophile Gautier

El escritor romántico francés Théophile Gautier publicó en 1844 en el periódico parisino La Presse el cuento o novela corta El rey Candaules (Le roi Candaule) en cinco entregas sucesivas, correspondientes, supongo, a sus cinco capítulos actuales.

La historia que narra está basada en el relato que hace Heródoto, el padre de la historiografía griega, Historias I, 2-12. Cronológicamente se sitúa “quinientos años después de la guerra de Troya, y setecientos quince antes de nuestra era”, es decir, en una época que, pese a su precisión, nos resulta de algún modo indefinida e indeterminada, en la que están muy vivos los recuerdos de los poemas homéricos y de la mitología griega y en la que el cristianismo todavía está muy lejos de ensombrecer el mundo. En cuanto al ámbito geográfico, la acción se desarrolla en Sardes, capital de la antigua Lidia, al oeste de la península de Anatolia,  un reino medio griego y medio asiático, atravesado por el río Pactolo, del que se decía que arrastraba pepitas de oro después de haberse bañado en él el rey Midas para deshacer el encantamiento que, fruto de su deseo, hacía que se convirtiera en el metal precioso todo lo que tocaba. No perdamos de vista la figura del rey Midas: consiguió lo que quería, convertirlo todo en oro, pero eso mismo conllevó que no pudiera disfrutar de todas las cosas que poseía, reducidas todas a la condición del vil metal. Por eso mismo tuvo que retractarse del don que le había concedido el dios Baco de hacer realidad su deseo. La posesión de una cosa y el usufructo entendido como disfrute de esa cosa que se posee son incompatibles. 

Ya lo dijo Montaigne en sus Ensayos: “C´est le jouir, non le posséder, qui nous rend heureux". Es el gozo de las cosas, no su posesión, lo que nos hace felices. De hecho, si posees una cosa; no gozas de ella, la propia posesión mata el goce, y, viceversa, si disfrutas de una cosa es porque no la posees, porque es libre y, por lo tanto, compartes una libertad que tú no le arrebatas. Eso explica la infidelidad, porque ser fiel a una persona (o a una cosa, da igual para el caso) significa ser infiel y por lo tanto traicionar a todas las demás.


 La esposa de Candaules, Edgar Dégas (1855)


El rey Candaules se nos presenta como un heraclida, es decir, un descendiente de Heraclés, o, si se prefiere el nombre latino del héroe, de Hércules. A pesar de su origen griego, digamos, Gautier nos lo presenta como un monarca asiático, rodeado de un lujo suntuoso y voluptuoso, que se enamoró y casó con una mujer bactriana que los griegos consideraban bárbara, Nisia, hija de un sátrapa. Candaules, apasionado de su belleza y no contento de gozar de ella en su intimidad exclusiva, decide compartirla con Giges, el capitán de su guardia, que, oculto detrás de una puerta, contemplará con el consentimiento del rey la íntima desnudez de la reina reservada hasta entonces sólo a su legítimo esposo. 

 La esposa del rey Candaules, Ch.-V.-F. Moench (1846)

El nombre propio de Candaules ha dado origen al término psiquiátrico candaulismo, acuñado por Richard von Kraftt-Ebing en el siglo XIX para describir el hecho de que un hombre muestre desnuda a su mujer, bien directamente o bien a través de imágenes íntimas de ella, a otros hombres para su excitación o deleite como espectadores. Se trata de una especie de exhibicionismo voyeurista en que el hombre exhibe a su mujer, que es su propiedad privada, ante otros hombres, compartiéndola de alguna forma con ellos. Ella, por su parte, sólo puede quitarse el velo ante él, porque, vedada a todos los demás, él es su dueño y señor, su propietario, al que pertenece, el único que puede contemplarla desnuda,  y que, sin embargo, quiere compartir el espectáculo de la belleza con otros espectadores porque, en el fondo, es un artista, un hombre sensible a la belleza. 


De alguna forma se nos está diciendo que la mujer es la moneda más antigua del dinero, y por eso mismo la primera forma de patrimonio masculino: la primera cosa. El hecho de que un hombre quiera compartirla con otro y halle algún deleite en ello, diagnosticado como aberración sexual por la psiquiatría médica decimonónica, ávida de clasificar y considerar patológicos todos los comportamientos humanos, no conlleva sin embargo la abolición de la propiedad privada ni del patriarcado ni la liberación de la mujer, como se podrá ver en el desenlace del relato.


El reino de Lidia fue, al parecer, uno de los primeros lugares, si no el primero, donde se acuñó moneda.  Esas primeras monedas, antecesoras de nuestros euros y céntimos actuales,  datan precisamente del reinado de Giges, en la segunda mitad del siglo VII a. C., hacia el 620 a. C., por lo que alguna relación debe de tener nuestra historia con la invención del dinero como pura abstracción material que nos ofrece la posibilidad de posesión de todas las cosas, y de las personas convertidas en cosas, cosificadas. El último monarca de este reino será el rey Creso, cuyo nombre propio ha quedado como sinónimo de una riqueza inconmensurable, al que se le atribuye la primera emisión de monedas de oro.


 
Plato italiano que representa a Candaules, su esposa y a Giges atravesado por la flecha de Cupido.

No voy a desentrañaros el final de esta historia que podéis leer aquí mismo en traducción castellana, con notas explicativas de las alusiones clásicas, que, estoy seguro de ello, os gustará, como ha venido gustando a tantos lectores y escritores, desde Bocaccio hasta André Gide,  y a numerosos pintores a lo largo de los siglos, y no sólo por el relato en sí, sino también por la forma en que escribe Gautier con una prosa poética y un estilo narrativo barroco, con frases recargadas donde imperan la hipotaxis y el subjuntivo, y un vocabulario exquisito, por lo que sólo me queda desearos una entretenida y provechosa lectura.

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