jueves, 25 de mayo de 2017

Celebrando a Euclides de Mégara


Cuando la pitonisa de Apolo del oráculo de Delfos sentenció que el hombre más sabio del mundo era Sócrates, el propio nominado fue el más sorprendido por semejante respuesta,  y se dedicó, como buen amigo que era del saber, a averiguar qué podía haber de cierto en ese sorprendente veredicto oracular. 

Fue visitando una tras otra a todas las personalidades de la Atenas de su época, que era la de Periclés, a  políticos, intelectuales, artistas, preguntándoles qué sabían. La sola pregunta resultaba impertinente porque cuestionaba la supuesta posesión de la verdad de sus sapientísimos conciudadanos.

La figura de Sócrates resultó enseguida incómoda a los poderosos de aquel mundo, que es este mismo nuestro, todavía, tanto que llegaron a compararlo con un tábano, o una mosca cojonera, diríamos hoy con expresión más castiza. Pues resultaba molesto que alguien pusiera en tela de juicio la realidad preguntándose una y otra vez qué son las cosas.

Ante la afirmación que hacen algunas personas, generalmente bien instaladas dentro del sistema de dominación democrático vigente, de que "Así es la realidad" o "Así son las cosas" o "Las cosas son como son", Sócrates se preguntaba una y otra vez:   ¿cómo son las cosas?, ¿qué son las cosas?, ¿qué es la belleza?, ¿qué es la libertad?, ¿qué es la política?, ¿qué...? Ese era el quid, la clave, de la cuestión: la pregunta se renovaba constantemente, siempre viva en el aire.


Quizá lo que había querido decir el oráculo, concluyó un buen día cansado de tanto preguntar, era que él era el hombre más sabio del mundo porque era el único, si acaso, consciente de su vasta ignorancia. 



Por eso se dedicó a desengañar a los que querían escucharle y conversar con él atendiéndose a razones, jóvenes mayormente de clase alta, desocupados y aún no integrados en la sociedad adulta, como el bellísimo Alcibíades, lo que le granjeó la antipatía general de los mayores y lo que acabaría llevándolo a la muerte, reo de pena capital  por corromper a la juventud con sus enseñanzas, aunque más propiamente habría que llamarlas “desenseñanzas” o desengaños, así como por no creer en los dioses en los que creía la ciudad y por meter otros. Fue condenado a beber la cicuta letal por el régimen democrático de Atenas, ilustre antecedente del que padecemos ahora.




El proverbio latino "philosophum non facit barba" (La barba no lo hace a uno filósofo) advierte sobre el hecho de que las apariencias engañan. Solemos decir que no hay que confundir la realidad con sus avatares, pero de hecho, en verdad,  la realidad está constituida precisamente por sus apariencias, con las que se funde y confunde, y eso es lo que un filósofo debe denunciar: las mentiras que a modo de columnas sostienen el tinlgado de la realidad.


No es sólo que las apariencias engañen, como dice el refrán, y es verdad, y, por lo tanto, no hay que fiarse nunca mucho de ellas, es que, además, las apariencias son la única realidad que hay. Ya se sabe que la mujer del César no sólo debía ser honesta, sino sobre todo aparentarlo: de hecho era más importante guardar las apariencias que lo otro. A César lo retrató Salustio para siempre cuando lo contrapuso a Catón de Útica y dijo de este último: esse quam uideri bonus malebat ("prefería ser bueno a parecerlo"). Julio César, por el contrario, prefería guardar las apariencias.

Sócrates era frecuentado por muchos discípulos, como hemos dicho: el más famoso será Platón, fundador de la Academia, y de la filosofía académica que vino después. Uno de los menos conocidos, sin embargo, fue Euclides, fundador de la escuela de Mégara, del que queremos hacer aquí mención, para celebrar su nombre, que no hay que confundir con el matemático alejandrino que también se llamaba Euclides, mucho más conocido por la posteridad. 

Cuando se les prohibió en Atenas la entrada a los varones megarenses a propuesta de Periclés, lo que sucedió en el año 432 antes de Cristo, en que los atenienses expulsaron a los de Mégara y prohibieron el comercio entre ambas ciudades, hecho que rompió los tratados de paz vigentes y contribuyó a la guerra del Peloponeso, Euclides era capaz de hacer cualquier cosa para escuchar los razonamientos de Sócrates. 

Se cuenta que al anochecer se vestía con una larga túnica de mujer y se cubría con un palio multicolor –paliaba, pues, así su condición viril y de megarense, haciendo uso de esta palabra que procede del nombre de la prenda griega de vestir por excelencia, el palio o manto de lana que se echaban sobre los hombros tanto hombres como mujeres, siendo el de ellas más vistoso y colorido-, y con la cabeza velada por un chal, iba desde su casa en Mégara hasta Atenas, para escuchar las palabras aladas y desengañadas del maestro y participar en sus conversaciones durante la noche. Y antes de que cantara el gallo, recorría el camino de vuelta a casa de una distancia de poco más de veinte millas que se dice pronto y se tarda no poco en recorrer.

Euclides vistiéndose de mujer, Domenico Maroli (ca. 1612-1676) 

¿Qué sucede ahora? Lo primero que no hay maestros porque había uno y este régimen democrático que padecemos lo condenó a muerte, y a la filosofía la redujo, en el mejor de los casos, a ser Historia de la Filosofía, y casi ya ni eso,  gracias a la vigente ley educativa española. 

Lo segundo,  que si los hubiera, que no los hay, tendrían que ir ellos a buscar a sus discípulos, y esperar a que se despertaran de la borrachera indecente, bien mediado el día, después de haber dormido todo el vino nocturno como consecuencia del botellón finisemanal. ¿Por qué beben los jóvenes? Beben para olvidar que la verdad es que no hay verdad, y que, por lo tanto,  el fin-de-semana no es el fin de la semana, porque esta vuelve siempre a renacer de sus cenizas, como el ave Fénix, y a renovarse constantemente para volver a empezar siempre el lunes, porque no tiene fin de verdad, y porque, al fin y a la postre, la verdad tampoco está en los posos del vino.


Si algo nos ha enseñado Sócrates es que la sabiduría no se posee, es el amor a la verdad que nos lleva a cuestionarnos lo mucho paradójicamente que creemos saber, las muchas apariencias o velos de Maya que configuran la realidad. Ya que la verdad nos es inaccesible por las mentiras con que se recubre, nuestro amor está condenado a ser un amor imposible y no correspondido, un amor platónico, nunca mejor dicho, sólo "filo-" querencia porque nunca poseeremos el objeto hacia el que se orienta nuestro deseo, la "-sofía", que es la sabiduría. Nos limitaremos siempre a ir desvelándola, para lo que tendremos que travestirnos nosotros como el buen Euclides de Mégara, y recorrer más de veinte millas al anochecer y entrar así en la ciudad prohibida poniendo en peligro la integridad de nuestra vida y propia persona, que es lo que siempre está en juego. 

Pero de Euclides de Mégara ya nadie se acuerda, y de Sócrates, el Sócrates de verdad, que no escribió ni una sola palabra y no porque fuera analfabeto, que no lo era, sino todo lo contrario, del Sócrates verdadero,  no del de Platón, que ese no es más que un personaje de ficción, de ese tampoco se acuerda casi nadie ya.





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